Bizcochito de manzana y queso fresco

Doña Asunción era una señora de altos vuelos. Y no exagero en absoluto. Nació en la Sierra de Codornices mientras su padre hacía prospecciones mineras en el Municipio de Salamanca para una hacienda de mineros con bienes de largo abolengo, de ascendencia española para más señas y muy encopetados dentro de las familias importantes de Guanajuato. De padre austriaco y madre mexicana, fue bautizada en la fe católica en La Joyita de Villafaña, a más de 2 mil metros de altitud y aunque su madre quería haberla llamado Carlota, su padre insistió que a la niña le pegaba mucho más llamarse Asunción, que si su cuerpecito había nacido tan en lo alto, fijo que su alma también frecuentaría las alturas.

Mientras su padre buscaba nuevas vetas de azogue y plata por las Sierras de Guanajuato, su madre contrajo unas fiebres que se la llevaron en menos de lo que cantó el primer gallo de la madrugada y para que la niña quedara a buen recaudo, mandó traer a su madre que, aunque de español la mujer ni papa, de cariño y buenos cuidados iba sobrada. Y así es como se crió Doña Asunción, con una abuela que le enseñó a hablar alemán y hacer kuchen de frutas, de queso fresco, de chocolate, de crema, de nueces, de nata... de mil maravillas que a sus vecinos y amistades se les hacía que esos manjares con sabor al viejo continente eran divinos.

Asunción se casó joven y enviudó rápido. Le quedó una renta más que holgada, por lo que decidió no volver a casarse. No le había ido mal con su marido pero mira, para qué jugársela dos veces. Su amiga Juanita, que se casó más joven aún y con el muchacho más guapo de todo el estado, tuvo 8 hijos y vivió, literalmente, solo para criarlos porque el guaperas le salió machote bien pronto y mientras se encamaba con una y con otra, tenía a Juanita más recta que un poste. No podía leer, ni hacer labor, ni cocinar más allá que para dar de comer a sus hijos. "Tú no le quitas el ojo a mis hijos, ¿me oyes? Tú me los crías y nada más"... así que Asunción se dedicó a pasarle libros de contrabando a su comadre que escondía debajo del colchón porque desde bien pronto, el marido abandonó su habitación primero, y se mudó a casa de su amante después. Con los años, Juanita se atrevió a pedirle la separación. Para su sorpresa, éste no solo se la dio, además le pasó una pensión para que a sus hijos no les faltara de nada pero dejó bien claro que de divorcio ni hablar. Eso jamás. Y mira, ella tan contenta porque con esa experiencia, cuarenta años, ocho hijos a su cargo y un marido canalla tenía a los hombres atragantados. 
Y Juanita, que a menudo se lamentaba no haber podido aprender nada de provecho en su vida, descubrió que podía mantenerse por sí misma haciendo lo que siempre había hecho; cuidar de los demás, y montó una casa de huéspedes donde alojaba estudiantes, casi todas chiquillas que acudían a estudiar a la Universidad de Guanajuato. 

Asunción vivía en una casona colonial cerca de la Presa de la Soledad y cuando la susodicha la invadía, hacía el bizcochito preferido de Juanita y allá que se iba a la ciudad a platicar y mascar con el mismo entusiasmo porque sobra decir que desde que Juanita recuperó su libertad, las amigas no podían vivir la una sin la otra, del mismo modo que una no podía vivir si los bizcochos de la otra, y la otra sin el pozole de la una que era, por cierto,  igual de famoso que los bizcochitos de Asunción.

El destino, que a veces la lía parda de puro sin querer, quiso que una de las hijas más jóvenes de Juanita se enamorara de otro austriaco y se fuera a los Alpes a vivir donde nacieron sus nietos más pequeños. Y necesitada de disfrutar de ellos, hizo las maletas y allá que se fue a hacer de abuela a tiempo completo. Pero cada día, cuando se quedaba sola, a la que unos se iban a trabajar y otros al colegio, a Juanita le mordisqueaba la añoranza, echaba de menos los bizcochitos de su amiga porque aunque estaba en el reino de los Kuchen, a ella no le sabían tan ricos como los de Asunción.

A su hija, que la melancolía de la madre no le pasó desapercibida, le apenaba enormemente la situación así que sin pensárselo mucho escribió la siguiente nota:

"Doña Asunción, tiene usted que venir. No hay más remedio. Mi madre languidece sin su compañía. No se que hacer ni como remediarlo. Muero de pena al verla así."

La carta llegó por correo aéreo urgente en tiempo récord. El cartero la entregó en el mismo instante en que Asunción sentía que la presa también se la iba a tragar a ella. La emoción se enjuagaba en pánico. "Sí, tengo que ir inmediatamente" "¡oh dios mío! pero si jamás he volado" "Ni modo voy a saber yo llegar a Austria" "pero tengo que ir, rápido, no hay tiempo que perder". Preparó en un santiamén, tres hermosos bizcochos de manzana con queso fresco. Uno se lo regaló a la empleada de la agencia que gestionó el boleto. Tenía que ser el más rápido y con menos escalas posibles: "no olvide contratar que me lleven y me traigan por el aeropuerto que yo no he viajado en esos pájaros antes". Otro se lo regaló a Don Felipe, el taxista que siempre la llevaba y traía de la ciudad, para que pusiera rumbo a Ciudad de México lo antes posible y mientras hacían millas, el hombre iba dando buena cuenta del manjar. 

El tercero, bien empaquetadito en un tupperware, lo llevaba para Juanita, aunque no supo afrontar los ojos de deseo del operario que la trasladó hasta el avión en Ciudad de México, ni la carita de deseo de la azafata, tan mona y tan simpática, ni del otro operario en la terminal de Madrid. Rezó para que en el otro avión, camino de Viena, no le pusieran más caritas ni más ojitos porque el bizcochito empezaba a escasear. Aún así no se contuvo de repartir lo que quedaba con el operario de Viena que localizó una de sus maletas que se había despistado en la cinta de equipajes. El último trozo, al viajar tan solitario dentro de ese tupper tan grandote, se fue estampando en las paredes del envase a la que realizaba el último tramo de su viaje. Cuando por fin se reencontró con su amiga, el bizcocho estaba desmigajado y algo desparramado, detalles superfluos que Juanita no atendió a ver saboreando con tanto gusto el bizcochito de manzana y queso fresco de su amiga Asunción.

PD: dedicado a María Luisa, a Juanita y a la hija de Juanita. 


Ingredientes:
  • 3 huevos
  • 170gr. de queso fresco (tipo Philadelphia o queso quark por ejemplo)
  • 115gr. de mantequilla
  • 150gr, de azúcar
  • vainilla
  • 200gr. de harina
  • 1 cdita. de polvos de hornear
  • una pizca de sal
  • 3 -4 manzanas peladas y cortada en daditos
  • 1/2 cdita. de canela
  • 1cda de zumo de limón
  • 2 cdas. de azúcar moreno

Preparación:
  1. Enciende el horno a 180ºC.
  2. Con ayuda de unas varillas o batidora eléctrica, mezcla los huevos, la mantequilla, el azúcar, la vainilla, el zumo de limón y el queso fresco. Una vez hecha una masa suave, añade el harina, una pizca de sal y los polvos de hornear. 
  3. Mezcla la manzana troceada con el zumo de limón, el azúcar moreno y la canela. Una vez bien ligado lo añades a la masa.
  4. Engrasa el molde, vierte la masa y hornea hasta que tiene un color dorado suave y uniforme. Puedes servir con azúcar glas por encima.

Si te ha gustado, comparte o imprime:

2 comentarios

  1. Pues después de leer la historia, aun me quedan muchas mas ganas de hacer estos bizcochitos, ya te mandare las fotos porque de seguro que lo hago. Besos.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Ya me contarás Estela. Un besazo v gracias por pararte a comentar :-)

      Eliminar

 
Copyright © Hierbas y especias. Diseñado con por Las Cosas de Maite